Corría 1988, dejaba atrás un año sabático en los
estudios y el regreso a “Marcelo T.” fue durísimo: los claustros de sociología
eran hartos más soporíferos en la realidad que en mis peores remembranzas. De
tamaño tedio vino a salvarme el generoso convite del Flaco Tiscornia: “Hay un
tipo en Pensamiento Social Latinoamericano que no sabés lo que es”. Yo no tenía
suficientes materias cursadas para anotarme en esa cátedra, pero fui por la
libre y terminé agradeciéndole al Flaco: las clases del profesor González eran
una maravilla. Mejor dicho: Horacio González era –es- un dialoguista exquisito
que conversaba con los cientistas sociales pero también con lo mejor de la
literatura, un ensayista que escribía en el aire mientras procuraba que
siguiéramos el hilo de un pensamiento, acaso de una ocurrencia. “¿Se entiende
lo que digo?”. “Sí, más o menos”, le respondíamos a coro y él reía y proseguía.
En una sede saturada desde siempre, causaba asombro
que los alumnos de PSL ocupásemos buena parte de la escalera haciendo la cola
para entrar al aula asignada. También lo hacían los estudiantes de Oscar Landi,
quienes ocupaban el salón contiguo y, cuando ya todos estábamos ubicados, Landi y González porfiaban por “quién había
metido más gente”. Entonces, en manada, ellos nos “visitaban” a nosotros y
luego nosotros a ellos, y entre burlas y rechiflas cada grupo se declaraba
ganador de la fingida competencia. Durante la cursada, era habitual la
presencia de un muchacho cobijado en su campera de cuero negro: el joven Fito
Páez. Era la época inmediatamente posterior a “Ciudad de pobres corazones” y,
tal vez debido a ello, nadie molestaba al célebre rosarino. Ese mismo año,
salió un libro de conversaciones entre Horacio y Fito que llevó por título
“Napoleón y su tremendamente emperatriz”.
Pudo haber sido mi primera lectura de González en
papel, pero no lo compré a tiempo y luego ya fue imposible encontrar un
ejemplar. De todos modos, no importaba demasiado porque Horacio era el profe más
accesible de toda la academia. Antes de la hora de clase, estábamos convocados
por él a conversar en el café de Azcuénaga y Marcelo T. –el de la mano de
enfrente a la facu, obvio-, y luego del claustro seguía brindándose entero. Si
alguna cosa me hace ver con cariño esa entrada tan espantosa de Sociales, es el
recuerdo de esas charlas donde el fervor docente de González se extendía por
todos los terrenos, de la política a las letras, de la historia al cine. Hacía poco
se había estrenado “Sur" y, ante nuestra requisitoria, Horacio nos
desasnaba sobre quién era quién en “la mesa de los sueños” de la peli de
Solanas. A tono con la tragedia argentina, aquella era una clase susurrada al
filo de la medianoche.
Algo cambió en la consideración de las autoridades, y
tiempo después las clases eran en un aula acorde a la convocatoria de González
y sus adjuntos, un grupo de brillantes profesores… y titiriteros. Los muñecos
intervenían los discursos y, en clave farsesca, ponían en aprietos a los
disertantes. El más llamativo de todos era “La Bestia Pop”, un muñecote gigante
que era la viva estampa del Menem de las privatizaciones. Con sorna, con el
desprecio de los ganadores, pero también con arengas robadas del período más
rico del peronismo primigenio, La Bestia Pop era un contrincante de cuidado. Su
oponente era un perrito minúsculo y desvalido, vestido con una capa en la que
llevaba pintada una sola “S” que valía por dos: se trataba de “Súper Sociólogo”.
Súper ladraba ante cada una de las barbaridades neoliberales del cabezudo, y
además se las refutaba punto por punto. Al final, se llevaba todos los
aplausos.
Ese año, el trabajo final para aprobar la materia
consistió en una práctica de “sociología de choque”. Profesores y alumnos nos
juntaríamos en la estación Constitución para “repetir” el viaje de Erdosain
cuando visita al Astrólogo en su quinta de Temperley. La propuesta era abordar
a los desprevenidos pasajeros y preguntarles, a boca de jarro, “en qué está
pensando ahora”. La idea era tomarle el pulso a una comunidad que, como en la
época de Arlt, caminaba hacia un despeñadero. Todo esto viene a mi memoria a
partir de una foto en la que Horacio y Fito se abrazan felices en la entrega
del Honoris Causa al profesor González (*). Son otros los tiempos, otras las
canciones, y otros son los trenes. Sin embargo, me parece que conviene
persistir en la pregunta acerca de qué piensan los pasajeros de estas nuevas
formaciones ferroviarias. Creo que eso es lo que haría Súper Sociólogo. Para
que no regrese La Bestia Pop.
(*) Otorgado por la Universidad Nacional de La Plata en mayo de 2013.
(*) Otorgado por la Universidad Nacional de La Plata en mayo de 2013.
Por Carlos Semorile.
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