Cuando ni la Sociología ni los entreveros del amor me
brindaban respuestas, me topé con la Astrología y fue un romance apasionado que
tuvo impensadas derivaciones. Al principio, fue una aventura que encaramos
junto a la esposa de un gran amigo tomando clases en la zona de Congreso, en la
escuela más “tradicional” del medio. Tal vez fue el exceso de matemáticas, tal
vez fue el hecho de que ya sabíamos ubicar a los planetas en el zodíaco, pero lo
cierto es que de un día para el otro mi amiga plantó el estudio. Para ir
entrando en tema, podríamos traducir esa situación al lenguaje astrológico y
decir que ella actuó siguiendo un acuariano impulso de disruptividad. Por mi
parte, como buen capricorniano, trepé la montaña del sacrificio en jornadas de
astronomía aplicada y de aquellos arduos cálculos matemáticos de la era previa
a los programas de ordenador que “te sacan” una carta en cuestión de segundos.
Estudiando allí tuve la fortuna -evitemos por ahora
la temida palabrita: “destino”- de que una compañera me propusiera pegar el
salto hacia Casa XI. Su insistencia rindió frutos y, tal como ella me
vaticinara, el ingreso al centro fundado y dirigido por Eugenio Carutti tuvo
más de ruptura que de continuidad. Debido a su formación como antropólogo, y al
hecho de haber mamado la disciplina desde niño (por su madre astróloga), la
mirada y el abordaje de Eugenio sobre la Astrología era y es por completo impar.
Ya no se trataba de adivinar, muertos de miedo y ansiedad, qué amargos tragos nos
tienen reservados los astros sino de aprender un lenguaje simbólico a partir
del cual es posible hacer una reflexión –ahora sí- acerca del Destino. Así enfocado,
“hacer Astrología” implica estudiar un
idioma arcaico pero, aún así, capaz de brindar herramientas para ver aquello
que desconocemos de nosotros mismos.
Más de una se estará preguntando en qué difiere esto
de una buena terapia laburada a fondo. La respuesta es que no hay demasiadas diferencias,
salvo tal vez una cuestión de ritmos: la carta natal permite, de una sola
mirada, conocer el mismo entramado oculto que el terapeuta irá develando en el
desarrollo de las sesiones. Debido a esta concordancia, tuvimos muchas
compañeras y compañeros que venían del más variado follaje de todas las ramas
del muy frondosito árbol “psi”. En su polémica con Freud, claro, se alineaban
del lado de Jung, quien por otra parte era muy citado en la bibliografía astrológica.
Para sorpresa de muchos, esa biblioteca existe y tiene obras y autores
insoslayables: Arroyo, Sasportas, el propio Carutti, los bellos trabajos de Liz
Greene. Y como los libros llevan a los libros, también leíamos con devoción a Joseph
Campbell, un capo en el campo de la mitología, esa disciplina hermana.
Se armaban grupos de estudio de los textos, y así
llegamos a Johan Huizinga, a Rudolf Otto, al Gershom Scholem que tanto interesara
a Borges, y a Ken Wilber y su “espectro de la conciencia”, que en definitiva
era “el tema” superlativo y omnipresente. Al abrigo de este juego de luces y
sombras que toda conciencia lleva adelante, nuestras conversaciones se iban
sofisticando para el lado de la jerga y cualquier visitante externo al bar de
Casa XI pasaba por la incómoda situación de escuchar a un grupo de chiflados
que le daba entidad a melifluas influencias astrales. Pero las charlas
derivaban también hacia el lado de la juerga y, ante cualquier nueva carta natal,
se oía un clamor: “Pooobreee!!!”. Era un modo de bajarle el tono a la propia
conmiseración que luego iba a aparecer cuando, buscando equivalencias,
cotejáramos esas energías con las propias, llevados todavía por el instintivo
miedo al Destino.
¿Tanto estudio y tantas lecturas sobre el asunto para
continuar temiéndole al susodicho como si fuésemos neófitos? Lo que sucede es
que Eugenio no formaba astrólogas ni astrólogos sino que, por el contrario, en
forma permanente cuestionaba el lugar y la figura del augur como aquel que
“sabe del Destino” y –fantasía suprema- puede manejarlo a su antojo. Como ya se
dijo, estudiar con Carutti implicaba un cambio de paradigma: en principio, una
forma de mirar el fenómeno energético actuante por detrás de las anécdotas, y
más adelante una investigación sobre los arquetipos, necesarios para condensar
ideas pero cuya cristalización en formas fijas impide la fluidez de la
conciencia. Por todo ello, éramos serios y poco parecidos a la imagen de las
adivinas mediáticas. Pero además porque nos reíamos mucho en las clases, en el
bar, en las fiestas, y hasta jugando al fútbol con Los Desamparados del
Mandala.
Dicho todo lo anterior (en lo cual, espero, se lea un
cariño perdurable), he de decir también que la mirada astrológica sobre los
hechos políticos y sociales nunca me terminó de cerrar, del mismo modo
-barrunto- que a un terapeuta politizado, por freudiano que sea, no le alcanza
con “La psicología de las masas”. Tampoco entendí nunca que tantas compañeras
empeñadas en llevar adelante transformaciones radicales en sus propias vidas, y
asimismo dispuestas a que otros también pudiesen realizarlas, fuesen
conservadoras –y algo peor- en la política. La gota que colmó mi vaso fue
cuando en plena clase de arquetipos se la agarraron en masa con una socióloga
que planteó algunas dudas e inquietudes sobre el trabajo que veníamos
realizando: lo absurdo es que ella había sido invitada ex profeso para probar
la coherencia de nuestras hipótesis. Al final del círculo, volvía a ser
reclamado desde lo social y lo político.
Siendo franco, todavía no sé cómo se compatibilizan
ambos mundos, si es que compatibilizarse pueden. Quien más lejos ha llevado
esta reflexión es el mencionado Ken Wilber, planteando que el nivel más alto de
conciencia lo alcanza aquel que es capaz de elevarse desde sus propias sombras hasta
llegar al espectro de la Política. En su noción más genuina, es este el ámbito
de la verdadera trascendencia. Para mis ex compañeros de Astrología no tiene ni
pies ni cabeza esto que aquí afirmo, como de seguro no lo tiene que piense que
un lugar tan singular y creativo como Casa XI sólo puede darse bajo el cielo
argentino. Pero entonces recuerdo a Liz Greene cuando rescataba aquella idea
griega de que cada quien escucha el llamado de un dios o una diosa, y a él o a
ella consagra su vida. Y, venusinamente, pienso que es una pena que otras lecturas
sobre el Destino no hayan sido leídas en Casa XI.
Lo sagrado, en su sentido más irreductible, debería
ser el respeto a esa consagración particular –y/o colectiva- que cada quien
elige hacer cuando se siente convocado hacia lo sublime. La horizontalidad de
las deidades griegas expresaba, en lenguaje simbólico, que existen jerarquías
pero no superioridades. La conciencia de la diferencia, y el respeto a esos
dioses ajenos que iluminan las vidas de los otros. Con sus luces y sus sombras.
Por Carlos Semorile.
No hay comentarios:
Publicar un comentario