Como dice la propia Aurora, su relato se inicia en su ciudad natal de
Chemesh-Guedzak en abril de 1915 cuando ella apenas contaba con 14 años y,
siendo hija de un banquero, la entusiasmaba la promesa de su padre de que
continuaría sus estudios en un colegio europeo. En vez de ello, las Pascuas de 1915
significaron la puesta en marcha del proyecto genocida que los Jóvenes Turcos
habían acordado en un congreso desarrollado en secreto en la ciudad griega de
Salónica en 1910.
Si en “Operación Masacre” Rodolfo Walsh tuvo que salir tras el rastro de
ese “fusilado que vive”, en el caso
de “Subasta de almas” otro periodista, el norteamericano Henry Leyford Gates, tomó
la traducción al inglés de la narración que Aurora hizo en armenio y llevó
adelante un proceso de trasposición para que la literalidad del original diera
paso a un texto legible para el público de habla inglesa. Ese primer libro fue llevado
al cine un año más tarde y la propia Aurora trabajó en el film.
Ese mismo año se publicó una versión en castellano y cuarenta años después,
en 1959, el padre del paisano Eduardo Kozanlián recibió como obsequió aquel primer
ejemplar que despertó el interés de su hijo por la vida de Aurora Mardiganián y
por la película basada en su testimonio. Nacido en Rumania en 1947, y residente
en la Argentina desde 1952, la persistente identidad armenia de Eduardo le
permitió identificar y rescatar en 1994 unos fragmentos de la película perdida.
Hoy, además, es el editor a cuyo cuidado y dedicación debemos esta nueva
edición de “Subasta de almas” que cuenta con una traducción de Vartán
Matiossián, realizada directamente del original en inglés y que se ve
enriquecida por las notas de carácter histórico, pero también sociológico y
político, que corroboran lo que siempre se supo: que lo que Aurora contó a sus
primeros interlocutores está sólidamente anclado en la realidad. Ahora, sólo resta
leerla para albergarla en nuestras almas.
Un primer acercamiento a la desgarrada potencia del texto de Mardiganián
la tuvimos anoche a través de la lectura que hizo Cecilia Rossetto de algunos
pasajes escogidos (imposible verla y no volver a pensar en que “nadie sabe lo que puede un cuerpo”).
Allí quedó plasmado de modo indeleble lo que antes y después dijeron los panelistas
de distintas maneras, pero con similar énfasis: ni aún el exterminio más
implacable puede sofocar la dignidad hecha resistencia.
Porque tampoco el negacionismo más canalla está en condiciones de controlar
lo que viaja en el ejercicio de la “memoria
fértil” (como recordó Ulises Gorini que reclamaban las Madres de Plaza de
Mayo), o en las memorias grávidas como la de Aurora que son capaces de situarnos
en el corazón de un tiempo que siempre parece reclamarnos que no olvidemos
porque corremos el riesgo de dejar insepultos a nuestros caídos en la constante
lucha entre la cultura y la dizque “civilización”.
Esa “civilización europea” que, como dijo Raúl Zaffaroni, siempre mira
para otro lado cuando no se trata de sí misma, de su decadencia y su inagotable
vacío. Ya lo había advertido Aimé Césaire en su “Discurso sobre el colonialismo”,
cuando en 1950 sostuvo que el nazismo europeo sólo se espanta cuando sucede en
Europa y se aplica sobre población blanca: “Al
final del capitalismo, deseoso de perpetuarse, está Hitler. Al final del
humanismo formal y de la renuncia formal, está Hitler (…) Europa es responsable
frente a la comunidad humana de la más alta tasa de cadáveres de la historia”.
Podemos -y debemos- ampliar y decir Occidente en vez de Europa, y volver
a afirmar junto con Patricio Guzmán que “Quienes
tienen memoria son capaces de vivir en el frágil tiempo presente. Los que no la
tienen, no viven en ninguna parte”. No queremos ni el humanismo formal ni
la renuncia formal. Queremos ser capaces, como lo fue Aurora Mardiganián, de
vivir en “el frágil tiempo presente” con
coraje y lucidez.
Por Carlos Semorile.
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