jueves, 17 de marzo de 2022

San Patricio, un cristianismo sin derramamiento de sangre


El irlandés era el idioma dominante en el siglo V cuando San Patricio llegó por segunda vez a la isla, esta vez con la misión de cristianizarla. Pese a pertenecer a una bien posicionada familia britana -celta y romanizada-, Patricio fue esclavizado siendo muy joven y así estuvo seis años en Irlanda haciendo tareas de pastor. Logró escapar y regresar a Bretaña, aunque ya con un fuerte espíritu devocional: allí tuvo una visión donde un hombre que conoció durante su obligada estadía en Irlanda le entregaba unas cartas que contenían una suerte de llamada: “La voz de los irlandeses”.

 

 Años más tarde, fue el primer misionero entre los “bárbaros” que habitaban esta isla ajena a las leyes de Roma. Aunque al principio disputó para obtener el título de obispo y así poder ordenar sacerdotes, luego se adecuó a la realidad de un país no centralizado y creó una iglesia monástica que no interfirió con la estructura de la sociedad gaélica, tomando y adoptando las celebraciones y costumbres paganas: “A medida que san Patricio en su itinerario evangelizador, iba fundando nuevos monasterios, ordenaba sacerdotes con una escasa formación cristiana. Muchos de esos sacerdotes provenían del grupo social druídico (es decir: druidas, poetas y bardos ambulantes), lo que con toda seguridad hacía más fácil su aceptación por parte del pueblo, pero al mismo tiempo garantizaba una suerte de perpetuación de las tradiciones preexistentes (…) Cuando los monjes-bardos irlandeses conocen el latín, fuerzan el alfabeto y se valen de él para transcribir las viejas historias en gaélico y transmitirlas con algunos agregados de la tradición cristiana”.

 

Al rescatar estas historias y agrupar las grandes sagas -divididas en ciclos que abarcan desde la época precristiana hasta el primer milenio- no sólo iban poniendo por escrito lo que hasta ese momento sólo había circulado a través de la oralidad, sino que de alguna manera estaban inaugurando otra perdurable tradición irlandesa: la de la traducción.

 

Entre aquellos traductores “culturalmente seguros de sí mismos” el amor a las palabras iba acompañado del amor a los idiomas, y mientras Europa perdía los tesoros de sus bibliotecas a manos de las invasiones germánicas, Irlanda mantuvo el estudio de griego y latín en sus escuelas monásticas y fue incorporando al irlandés palabras latinas como, por ejemplo, cuerpo y alma. Inclusive estas escuelas llegaron a competir por la cantidad de manuscritos de sus bibliotecas, lo que llevó a la llamada Batalla de los Libros (cerca del año 562, en el condado de Donegal), que se zanjó mediante la copia de los textos más valiosos. Poco tiempo después –en el año 575, en el condado de Derry- hubo una asamblea histórica en la que San Columba abogó por la reforma de la clase de los bardos y poetas (los druidas habían sido desplazados por los monjes cristianos): la asamblea creó las “Bardic Colleges”, escuelas seculares donde enseñarían la historia irlandesa en la lengua nativa.

 

Entre las escuelas monásticas y las escuelas de bardos, los conocimientos estaban disponibles para los hombres del mundo letrado (sacerdotes y bardos/poetas), pero también para los campesinos pobres que de esta forma podían conversar en latín. Como sostuvo James Joyce, la isla representó un foco de intelectualidad que luego se difundió por todo el continente europeo, pues los santos y sabios irlandeses se encargaron de rescatar tesoros que luego llevaron de país en país, jugando un papel crucial en el resguardo del patrimonio cultural de la antigüedad, desde la caída del Imperio Romano hasta los albores de la Europa medieval. Aquellos hombres comprendieron el poder de las palabras, lo cual nos remite al hecho de usar la lengua para establecer un marco de referencia cultural y desde allí contar la historia irlandesa y sus enseñanzas, y así determinar el significado de los hechos como un modo de integración comunitaria.

 

   Como si todo esto fuera poco, el cristianismo monástico de San Patricio no tuvo pretensiones imperiales, no propició la esclavitud ni los sacrificios humanos. Este hecho inédito dejó una huella profunda en el alma irlandesa, y hasta el propio Joyce destacaría que Patricio logró que Irlanda fuese convertida al cristianismo sin derramamiento de sangre y sin el martirologio de otras tradiciones eclesiásticas. Esos mártires ausentes durante el proceso de adopción de la fe cristiana comenzarán a aparecer luego a partir de la colonización y, sobre todo, de la feroz represión de las fuerzas inglesas a lo largo de la historia. Mientras tanto, el antiguo esclavo Patricio se identifica con su tierra de adopción y es ahora un irlandés, “un hombre capaz de creer en la fuerza y la determinación de la mujer mucho más de lo que pudiera cualquier hombre educado en la tradición clásica”. Y es desde esa nueva identidad que lanza una interpelación a los británicos, una pregunta que sigue resonando a través de los siglos: “¿Acaso a sus ojos haber nacido en Irlanda es motivo de vergüenza?”.

Por Carlos Semorile.

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