En el muy
complejo “escenario” en el que nos estamos “moviendo”, no deja de reiterarse la
pregunta por el porvenir que es, al mismo tiempo, una interrogación sobre las
formas que adoptará la vida comunitaria.
La
interpelación en sí misma es ya un modo urgido de la esperanza mientras resulta
casi intolerable constatar que “el mundo
está fuera de quicio”, como dijera el príncipe Hamlet bajo otras
circunstancias.
Pero si bien
es mucho lo que diverge con la obra escrita por Shakespeare, también hay más
semejanzas que las que parecen a simple vista: ¿qué es sino veneno lo que los
medios concentrados del mundo están vertiendo en nuestros oídos? O si
preferimos no salir de la porción del planeta que habitamos, ¿no fue mediante
una estrategia de ponzoña indiscriminada que ciertos personajes de sainete
llegaron a ocupar la primera magistratura de sus respectivos países?
Sin duda
alguna, aquélla peste precedió a ésta, y dicha precedencia está determinando
inclusive la posibilidad que millones de seres tienen de sobrevivir la actual
coyuntura. La irresponsabilidad de Bolsonaro es un claro ejemplo –desde luego,
hay otros- de esto que afirmamos: si en la tragedia “Hamlet” un rey
(representante de todo el cuerpo social) era envenenado mientras dormía, aquí
al lado tenemos a un jefe de estado que pretende adormecer a su pueblo para que
el virus haga su trabajo.
¿Nos
sorprende? Claro que no: su criminalidad estaba anunciada en una serie de nada
sutiles manifestaciones de un fascismo visceral, el cual se enlaza con la
tradición racista heredada de la situación colonial.
Tanto en
Brasil como en Argentina, hay grandes textos (Facundo, Os sertões) que,
bajo la fórmula Civilización versus Barbarie, sintetizaron la dicotomía entre
las élites “ilustradas” y las masas “atrasadas”.
Pero hay otra
manera de entender el dilema, a condición de revisar estos términos partiendo
de la base que las palabras
son una cuestión política y que la política es una cuestión de palabras; o, más
precisamente, como plantea Eduardo Rinesi, “una
lucha por la palabra”. Entonces, ¿podemos seguir llamando “civilización” a
este mundo que se descompone y deja que mueran, o más bien se propone “exterminar a todos los salvajes”?
Develemos el verdadero sentido de las Palabras.
En este
sentido recurrimos, como ya lo hicimos en otras ocasiones, a la resignificación
que del dilema sarmientino hiciera Buenaventura Luna cuando, en un reportaje de
1949, sostuvo: “Una forma de civilización puede derrumbarse, y se derrumba; pero la
cultura no. A la larga el hombre siente la necesidad de buscarse en lo
nacional, en sus cantares y en sus coplas”.
Cada vez que
se busque el sentido de que, en muy diversas partes del planeta, hoy las
personas salgan a los balcones a compartir viejas y muy significativas
canciones enraizadas en las tradiciones populares de cada nación (o inclusive
de otras: Bella Chiao está siendo
entonada como el himno antifascista que siempre fue, y esto no debería pasarnos
desapercibido), no habrá que olvidar que el silencio de cada jornada permite
escuchar el estrépito de una “civilización” que se derrumba.
Lo que no
declina –como señalaba Eusebio Dojorti-, lo que perdura es la cultura de los
pueblos, pero la misma debe continuar la tarea de resignificar los términos, aún
el del la palabra “peste”, investida con los ropajes de un miedo que, si bien
no es zonzo, tiende a paralizar las aspiraciones a una vida digna. Porque en un
mundo atenazado por “palabras, palabras,
palabras” que emponzoñan las almas, hay que recuperar la política y los
proyectos colectivos emancipatorios para volver, como dice Rinesi, a “escuchar como discurso lo que
antes sólo escuchábamos como ruido”.
No olvidemos que en la palabra
“virus” se agazapa un plan de extermino. Y que se trata de nuestras vidas, y de
lo que seamos capaces de decir y pensar para que el futuro tenga el rostro de nuestros
anhelos.
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