Durante los
gobiernos de Cristina, escribí –como tantos otros- sobre lo que creía que era
una de las mayores conquistas de su conducción: la dignificación de la palabra
pública, su reparación y puesta en valor.
Me parecía, y me
sigue pareciendo, un piso insoslayable para reconstruir el tejido comunitario
que la Dictadura
se propuso desmembrar, y que los sucesivos gobiernos democráticos no lograron
re-hilvanar ya sea porque no supieron, porque no pudieron, o directamente
porque no quisieron. Y a veces por las tres cosas juntas, lo cual realza aún
más la recuperación del lenguaje que hicieron los Kirchner, donde lo que decía
era lo que hacía, y viceversa.
Pero eso no
fue lo único que sucedió durante aquéllos años, ya que desde la corporación
mediática se puso en marcha un formidable dispositivo de horadación de la Palabra y de perversión de
su sentido.
Así, no
resultó tan extraño que la restauración conservadora que gobernó entre 2015 y
2019 se caracterizara por una degradación permanente y alevosa del idioma,
apelando a una lengua del ultraje.
Pero los
ultrajados volvimos a instalar en la Casa
Rosada a uno de los nuestros y, en su discurso ante la Asamblea Legislativa ,
Alberto Fernández destacó precisamente la recuperación del valor de la Palabra.
Dijo Alberto
ese 1º de marzo: “En la Argentina de hoy, la Palabra se ha devaluado
peligrosamente. Parte de nuestra política se ha valido de ella para ocultar la
verdad, o tergiversarla. Muchos creyeron que el discurso es una herramienta
idónea para instalar en el imaginario público una realidad que no existe. Nunca
midieron el daño que con la mentira le causaban al sistema democrático. Yo me
resisto a seguir transitando esa lógica. Necesito que la Palabra recupere el valor que
alguna vez tuvo entre nosotros. Al fin y al cabo, en una democracia el valor de
la Palabra
adquiere una relevancia singular. Los ciudadanos votan atendiendo a las
conductas y los dichos de sus dirigentes. Toda simulación, en los actos o en
los dichos, representa una estafa al conjunto social y, honestamente, me
repugna”.
No hay que ser
lingüista para comprender que el discurso de Alberto dejó al desnudo a los
sectores que hasta fines de 2019 se reconocían como macristas. Pero tampoco hay
que ser Chomsky para saber la diferencia entre cuarentena transitoria -y por
muy atendibles motivos de salud pública-, y “Estado de Sitio”. Y que el uso que
los trotskistas hacen del lenguaje los deja al borde de “una realidad que no
existe”.
Por Carlos Semorile.
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