Por
circunstancias que sería tedioso enumerar, crecí asistiendo a marchas y
concentraciones, por lo cual no hay lugar social donde me sienta más a gusto
que entre una multitud solidaria y compañera. Es una tradición que comenzó mi
abuela materna llevando a sus hijos pequeños a la histórica concentración del 1º
de marzo de 1948, en la
vieja estación de Retiro. Entre ese millón de personas emocionadas ante la
reconquista de lo propio, estaba Scalabrini Ortiz, para quien “La nacionalización de los ferrocarriles fue
un acto de proyecciones tan profundas y extensas, que sólo es comparable a la
batalla de Ayacucho, que dio término al dominio español a la América del Sur”.
Y es que hay fechas ineludibles,
formadoras, inaugurales, y acaso no haya mejor pedagogía que ésa: ser parte del
pueblo que celebra la Patria. Por
esta razón, tantas madres y padres decidieron que el calor africano que el
martes calcinó Buenos Aires no les haría desistir de llevar a sus pibas y pibes,
a sus niñas y niños, a la asunción del presidente Alberto Fernández. Saben que estos
baños de muchedumbre templan el corazón, amplían el estrecho horizonte del
territorio conocido -la casa, la cuadra, el barrio, la escuela, las amistades
y, ¡cuando no!, las pantallas-, y establecen una conexión intangible con la
fuerza y la energía del espíritu colectivo cuando éste escribe la Historia.
Es una apuesta por el porvenir
que está bastante más allá de todos los discursos sobre la infancia porque, en
realidad, es un investimiento que los coloca en situación de ciudadanos de una
comunidad que tiene deseos muy concretos respecto del futuro. Esos padres
quieren que sus hijas e hijos tengan, como decía Scalabrini, “un pequeño horizonte para cada esperanza”.
Y por ello, los sueñan y los cobijan emancipados.
Por Carlos
Semorile.
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