(Sin pretensión alguna de
originalidad, el presente escrito busca –en todo caso- refrescar algunas
constantes de nuestra tragedia americana).
El
ensayista sueco Sven Lindqvist escribió hace ya tiempo un libro fundamental que,
como corresponde, casi no se conoce, pese a que tenemos la fortuna de contar
con una edición de la UBA
disponible a un precio irrisorio. Es, creo, indispensable leerlo en estos
tiempos de resurgidos golpes imperialistas.
¿Qué
tiene de especial este libro, cuyo título nos reservamos para no adelantar
conclusiones? Para empezar, tiene la virtud de ser la obra de un europeo que se
anima a correr la delgada capa de barniz civilizatorio con que las potencias de
la vieja Europa adornan sus conquistas. Una vez descorrido el velo, aparece la
animalidad más primitiva y básica que desemboca en la brutalidad y en el
asesinato:
“Nuestra exportación más importante -reflexiona
como europeo Sven Lindqvist- era (y es, actualizamos nosotros) la violencia”. Para Lindqvist, el origen
de todas las violencias imperiales está en una falaz pero inconmovible idea de
superioridad: “En África, Australia y
América y en todas las miles de islas de los mares del sur, viven razas
inferiores. Tienen -quizás- distintos nombres y tienen entre ellos pequeñas
diferencias sin importancia, pero todos ellos son, realmente, ‘negros’.
‘endemoniados negros’. ‘Los finlandeses y los vascos y todo lo que se llamen,
no son tampoco para tener en cuenta, son una especie de negros europeos, condenados
a desaparecer’. Los negros siguen siendo negros, más allá del color que tengan
(…) Los negros no tienen ningún cañón y por lo tanto ningún derecho. Sus países
son nuestros. Sus ganados y sus campos, sus miserables enseres domésticos y
todo lo que poseen y tienen es nuestro, del mismo modo que sus mujeres son
nuestras, para tomarlas como concubinas, castigarlas y permutarlas. Nuestras
para contagiarlas con sífilis, preñarlas, maltratarlas y hacerlas sufrir ‘hasta
que los más perversos de nuestros malvados las hayan convertido en algo más
miserable que los animales’ (…) El hipócrita corazón británico palpita por
todos, excepto por aquellos que el propio imperio británico ahoga en sangre”.
El
“hipócrita corazón” falsamente
humanitario puede ser europeo o yanqui, pero en todo caso habla en nombre de
una civilización que siempre termina cometiendo un genocidio.
Por
eso el título del magnífico ensayo de Lindqvist es “Exterminad a todos los
brutos”. O a todos los salvajes, o a todos los bárbaros, dependiendo de la
traducción. Este es, en definitiva, el corazón del pensamiento civilizador:
todo lo que se oponga al interés imperial de turno, será calificado de bárbaro
y pasado a degüello.
En
las semicolonias, este esquema imperial se repite al interior de nuestras
sociedades fragmentadas, y las clases acomodadas ven a las clases subalternas
como “negros endemoniados más allá del color que tengan”, multitudes bárbaras
opuestas a la civilización o al “republicanismo” de turno.
¿Qué
tiene que ver todo esto con las imágenes que nos llegan desde Bolivia, y que
deberían provocar una náusea colectiva y una potente reacción de desagravio,
aunque más no sea en defensa propia? Que, para colmo de males y merced al
trabajo de pinzas realizado por los monopolios de comunicación (verdaderas
usinas del odio como última y única razón de ser) y un neo-evangelismo fascista
de cuño anglosajón, muchos de los socialmente desamparados y de los racialmente
despreciados, colaboran tesoneramente a levantar el cadalso desde donde ellos -y
sus hijos, y sus nietos- verán la luz de sus últimos días.
Los
sucesos recientes de Ecuador y Chile (donde el patriciado meritocrático, a
través de sus “pacos”, reprime, viola, tortura, y busca cegar a quienes despertaron
luego de 30 años de pesadilla neoliberal), el genocidio selectivo y por goteo
en Colombia, o la desembozada masacre en Haití, no deberían sorprender ya a más
nadie respecto del verdadero rostro y de las genuinas intenciones de la
barbarie “democrática y renovada”. Porque, como dijo Lindqvist: “Tú ya sabes lo suficiente. Yo también lo
sé. No es conocimiento lo que nos falta. Lo que nos falta es el coraje para
darnos cuenta de lo que ya sabemos y sacar conclusiones”.
Por Carlos Semorile.
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