En una de las novelas de Penelope Fitzgerald, “La puerta de los ángeles”, se cita medio en joda y medio en serio la siguiente sentencia de Empédocles: “El pensamiento reside en la sangre que circunda el corazón”. La misma no nos interesa como alegato teórico del propio Empédocles o como refutación del postulado de algún adversario suyo; nos gusta por lo que en sí misma tiene de sugestiva: sería posible aunar razón y corazón.
Nos alejamos, pues, de las antiguas discusiones sobre los “humores” o
fluidos que determinarían la conducta humana de acuerdo a la predominancia de
alguno de los cuatro elementos, y rescatamos la idea –que el neoliberalismo
tanto detesta- de que pueda existir un pensamiento hermano de la piedad y que
el mismo tenga su fundamento en la savia vital que corre por los cuerpos
irrigando los corazones de todas y todos.
Cada vez que el neoliberalismo irrumpe en la vida social de una
comunidad, una de sus primeras peticiones de principios solicita –“solicita”
es, desde luego, una manera harto cáustica de decirlo- que se dejen a un lado
todas las aspiraciones a vivir en un país más solidario, más justo o más
cristiano, y que sólo se atienda el cálculo de una razón que sostiene que nadie
debe vivir por encima del nivel de subsistencia.
Esto no quiere decir que el neoliberalismo desconozca que existen
necesidades materiales. E incluso espirituales: Margaret Thatcher dijo alguna
vez que “la economía es el método, el objetivo es el alma”.
Como dice el refrán de los bogas, “a confesión de partes, relevo de
pruebas”. Es decir: la economía, llevada a cierto grado de primitivismo,
termina por doble1gar cualquier tipo de resistencia a los planes de ajuste.
Pero también puede recorrerse el camino contrario que es el que, a nuestro modesto entender, se hizo caminar a los ciudadanos para convencerlos de este derrotero (de ahí viene la palabra “derrota”: ser sacados a la fuerza de la ruta) que hoy transitamos: a través de los oídos –como en “Hamlet”- se les emponzoñó la sangre que circunda sus corazones, y éstos terminaron tan abroquelados en su odio que el pensamiento se les volvió ajeno y débil.
Saturados los oídos y envenenada la sustancia que debería oxigenar al
órgano rector, el resultado es un pensamiento confiscado que está rendido de
antemano y que clama por la mano brutal e inclemente del mercado.
Por ello urge que volvamos a dialectizar la discusión política, ya que
muchos compatriotas necesitan hacer diálisis y ni siquiera lo
saben.
Por
Carlos Semorile.
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