(Foto: Carlos Brigo).
Cuando todo
este desastre no hacía más que comenzar, fuimos a ver una obra donde actuaba
una amiga de mi compañera. En aquel teatro del circuito independiente ubicado
en Almagro, nos encontramos con su ex marido -el de su amiga-, un programador
musical que había conducido un ciclo en FM La Tribu y que tiempo más tarde
comenzaría a trabajar en una de las radios de mayor audiencia. Siempre fue muy
conversador, así que no me extrañó que en el breve lapso de una espera de
pasillo fuésemos pasando, como quien no quiere la cosa, de un tema a otro. Pero
sí me sobresalté cuando dijo que lo había tratado a Hernán Lombardi, y aseguró
que era “un tipo encantador con el que se puede hablar”. “¿Te parece?”, le
dije, mientras pensaba que con Lombardi se podría hablar de cosas como coimas,
despidos, vaciamientos, etcétera.
A fines de
2017, viajamos al Norte y, andando por la escalinata que lleva al Monumento de
los Héroes de la Independencia, nos detuvimos a escuchar a un joven vendedor de
artesanías, muy carismático y locuaz, quien afirmaba que se iba preparando para
llegar a ser intendente de Humahuaca. Decía conocer todos los problemas del pueblo,
y estar dispuesto a buscar y gestionar todas las soluciones. Sin embargo, en un
repentino e inesperado cambio de rumbo, aseguró que aspiraba a venirse a
trabajar a Buenos Aires con un señor muy amable, un político cuyo nombre no
recordaba hasta que leyó la tarjeta que conservaba como una carta de triunfo.
¿Adivinaron? Sí, claro. A coro le dijimos, nosotros y otra pareja de viajeros
mucho más jóvenes, que conservara sus nobles intenciones, pero que no esperara
nada del tal Lombardi.
En días como
los que corren me resulta casi imposible no recordar estas estampas de gente
tan diversa que creyó, ¿o sigue creyendo aún? en las promesas de un personaje
tan soez, despiadado y perverso como Lombardi. Me intriga saber qué piensan de
él ahora, cuando su figura está más presente que nunca antes por ser el
causante de un daño masivo. Una nueva calamidad que viene a sumarse a todas las
anteriores, en una acumulación de atropellos cotidianos que hace muy ardua la
tarea de asimilar cada nuevo ultraje hasta percibir que vamos hacia una
encrucijada de saturación. Y la pregunta es si llegamos solos a ese límite
donde no cabe ninguna violencia más, o si la debacle está despertando algunas
conciencias perezosas, o directamente arrepentidas por haber confiado en esta
banda de canallas. De la respuesta a este interrogante depende saber cuánto
tiempo más llevará.
Por Carlos Semorile.
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