Las palizas a periodistas de estos días no
hacen más que poner de relieve el que acaso sea el problema más agudo de este
“cambio de época”: la disputa entre el porvenir y los restos atomizados del
pasado. No es mi intención postular que los dueños de la torta y las masitas
están en la lona, ni que carecen de poder de fuego. Pero también sería necio
negarnos a las evidencias de lo que nos dejó la tertulia de los caceroleros. Una
de ellas es que desnudó el verdadero reclamo de estos ricos de solemnidad y los
retrató ante el país entero pertrechados en su insolidaridad. Es más: la definición literal de la palabra "idiota" dice
que se trata de "un ser irremediablemente individual", y a eso se
redujo la “convocatoria”, a una juntada de idiotas, pero no en el sentido
habitual que le damos a ese insulto, sino en el sentido específico del término:
un manojo de seres irremediablemente individuales condenados a mil años de
pavura y angustia. Tampoco aquí se trata de negar que, por debajo de sus
reclamos variopintos -e incluso extravagantes-, estas “islas” están unidas por
intereses de clase, y como tales clases operan y conspiran. Pero sí parece
importante apuntar que, en una Argentina que trabajosamente reconstruye su
tejido social, el impudor de este individualismo exacerbado es como una hacer
una “vernissage” en un comedor comunitario. Raro que en Corpus Christi los
obispos no señalen tamaña gula. Asimismo resulta asombrosa la facilidad con la
que estos santos varones del conservadurismo vernáculo pasan de la palabra al
acto, de lo atildado a lo patotero, haciendo trizas aquella tajante frontera
entre bárbaros y civilizados. En comparación, las “hordas” que llenamos varias
veces “la Plaza de nuestras libertades” -como la llamaba Scalabrini-
defendiendo el Proyecto en 2008, nos limitamos a un reiterado pedido a los
noteros de los canales canallas: “digan la verdad”. Éstos no: atávicamente
convencidos de su impunidad, repartieron de lo lindo y, al mismo tiempo que se
dedicaban a fajar en montonera (¡perdón!), se manifestaban agredidos. ¿Es
posible que esto no sea simple cinismo, que realmente lo vivan de ese modo? Una
canción de Silvio Rodríguez (“Nunca he creído que alguien me odia”) viene en
nuestra ayuda cuando dice: “Siempre que un hombre la pega a otro hombre no es
al cuerpo al que le quiere dar. Dentro del puño va el odio a una idea que lo
agrede, que lo hace cambiar. Cuando lo quieto se siente movido, todo cambia de
sentido”. Efectivamente, la idea de una Argentina inclusiva, justa, integrada y
unida, los agrede, les cae como una patada al hígado y, por eso, esos gestos
desencajados, esos bramidos destemplados, esas postales de la podredumbre. Y es
que al quebrar el molde neoliberal asistimos a la descomposición de un mundo privilegiado
que a los alaridos pide que regrese el “ante bellum statu quo”, o sea, que las
cosas vuelvan a ser como eran antes de la guerra. Lo que llamamos “batalla
cultural” se dirime entre ese retorno al pasado y la posibilidad de construir un
futuro para todos. Silvio lo dice mejor que nadie: “Sé que todas las palabras
con que le canto a la vida vienen con muerte también. Sé que el pasado me odia,
y que no va a perdonarme mi amor con el porvenir. Por eso manda verdugos, con
todos sus uniformes. Mi asesino es el pasado, aunque con mano de hombre”. En
ésas andamos, pues, desarticulando la oscura trama de un pasado que le impidió
a la Patria su despliegue y al pueblo su felicidad. La situación es paradójica
porque somos gobierno pero, a la vez y acaso con un empeño más grande todavía,
somos la resistencia que lo sostiene frente a todos los embates destituyentes.
El pasado nos odia por haber movido lo quieto, por trastocar el sentido unívoco
de las palabras y las cosas, por atrevernos a hacer algo más grande que
nosotros mismos. Y porque tenemos, como Néstor y Cristina, un amor genuino por
el porvenir.
Por Carlos Semorile.
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