Ayer la Presidenta dio otro paso
significativo para que “la tradición de todas las generaciones muertas” deje de
oprimir “como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Sin necesidad de
mencionar al 18 Brumario, Cristina propuso cambiar la fecha original del acto: “Por
qué no hacerlo el 27 de abril cuando comenzamos nosotros mismos a construir a
partir de nuestras convicciones históricas, de nuestros principios políticos,
una historia que estamos escribiendo nosotros mismos”. Este “nosotros mismos”, tanto
el de la construcción política como el de la escritura histórica, es tan
revolucionario en términos culturales como algunas de las medidas más audaces
de los gobiernos kirchneristas. El dominio de los muertos sobre los vivos,
además de ser una cuestión propia de confesionarios, divanes y conciencias
contritas, es un problema político que reclama una respuesta política. Claro
que no cualquier respuesta, dado que no se trata de cualquier problema sino de
uno de los más canijos de encontrarle la vuelta. Las tradiciones, cuando son
genuinas, no son amuchamientos arbitrarios de historias, ni azarosos relatos
sin sustancia. Sin embargo, también es cierto que los rituales que mantienen
activos los componentes míticos de una comunidad, pueden derivar en mecanismos
sin alma que terminan exigiendo la fosilización de la dinámica social. Y esto,
lejos de ser un asunto teórico, resulta un tema vital para que toda la formidable
energía liberada desde el 2003 a la fecha sepa eludir, por decirlo de alguna
manera, “las tumbas de la gloria”. ¿Se trata de renegar del pasado? Nada de
eso: la Presidenta es la primera en hacer que estén disponibles las imágenes de
la historia, a condición de revisarlas para que, justamente, no nos persigan
como solemnes estampas de una identidad congelada y mustia. Las nuevas
generaciones están en mejores condiciones para evitar el mal del auto-desconocimiento,
y hoy más que nunca -Cristina mediante- los legados están ahí. Esperándonos,
para que los aprehendamos en su complejidad y, sobre todo, con sus enseñanzas (el estadio
completo la escuchó referirse a “los acontecimientos vertiginosos y terribles”
de los ´70). Desde que este revisionismo popular está en marcha,
permanentemente se rescatan figuras -nacionales, provinciales, comunales y
hasta barriales- que el liberalismo asesinó dos veces: cuando la muerte, y
cuando el olvido, porque, mientras imperó la derecha, ni los muertos estuvieron
a salvo. Hoy, en cambio, se los recuerda con amor y lucidez desde que ya no son
aquellos fantasmas pesarosos en la mente de sobrevivientes, herederos y
sucesores. Se sabe (también porque la Presidenta hace todo lo posible para que
se sepa) que ellos no escribieron la historia con trazo recto y letra de molde.
En todo caso, a las fuerzas del statuo quo y de aquello inescrutable que a
falta de un nombre mejor llamamos azar, las enfrentaron con la inestimable
potencia de la voluntad. Pero Cristina no quiere que las herencias se resuelvan
tan sólo en términos de deudas. Ella pretende, para decirlo con las palabras de
Eduardo Rinesi, que dejen de pesar como lápidas y sean “una inspiración
renovadora y crítica”. Sólo así será posible que seamos “nosotros mismos”. Y no
importa nada que cronológicamente seamos jóvenes, adultos o viejos. Este
presente nuestro (de nuevo Rinesi) “está abierto tanto hacia atrás como hacia adelante,
inundado de pasado y preñado de futuro”. Es por ello que ayer en Liniers
estuvieron los compañeros muertos, el Néstor, y hasta don Carlos Marx y su
brumario del Napoleón trucho. Y en tardes alegres y esperanzadas como las de
Vélez, los pibes y los jovatos celebramos que queremos ser Nosotros Mismos, y
escribir torcido para seguir enderezando la Patria.
Por Carlos Semorile.
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