No fue uno solo, desde luego, sino
muchos y a cada uno los llevó en su corazón: su adorada madre Olga Maestre, sus
hermanas y hermanos, su compañera de vida y militancia Luisa Galli, sus hijos
Juan Pablo y Miguel, sus nietas Uma y Ona, su nieto Galo, sus sobrinas y
sobrinos, pero también sus compañeras y compañeros de militancia, el peronismo,
la música, la lectura, el pensar minucioso, preciso y detallista “echándole
ganas” a partir de su propio criterio, el bailar guapachoso, la risa, la vida.
Cuando sus padres aún no se habían
separado, la familia vivía en Villa Santa Rita -Luis Beláustegui 2635-, y en la
esquina estaba la fábrica de cigarrillos Particulares. De aquella fábrica solía
escucharse la sirena llamando a los distintos turnos de trabajo, y Olga
recordaba en especial la de las seis de la tarde, pues a esa hora había nacido
su hijo Eusebio el 23 de julio de 1942, y por esa razón ambos –madre e hijo-
atribuían el renacer cotidiano de El Negro a partir de dicha hora del día en
adelante.
Durante su infancia había sido harto
difícil tener expectativas y certidumbres porque la realidad era muy dura y
tangible. Sin redes de apoyo familiar, la única certidumbre de aquellos
primeros años fueron la abnegada Olga y sus propias hermanas y hermanos, y en
ese sentido puede decirse que funcionaron como un clan. En este contexto, como
bien señalaba El Negro, “si bien había
lugar para los sueños, no había margen para el delirio”. Entonces soñó y
porfió por realizar sus ideales.
Cuando la familia logró mudarse a
una de las casas de Ciudad Evita, El Negro y su hermano menor Juan Pablo
Maestre ya funcionaban como un tándem fraterno que había asumido la identidad
política que habían tomado por vía materna (también podría haber sido la
paterna, pero esa es otra historia), el peronismo, y que los llevaría desde la
militancia inorgánica y silvestre de su adolescencia a la formación de una
organización que se llamaría Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR).
Dentro de lo que se conoce como las
Proto-Far, El Negro vivió muy de cerca las discusiones que Carlos Olmedo, Roberto
Quieto y su propio hermano Juan Pablo llevaron adelante para definirla como una
organización peronista que entendía el carácter urbano de las luchas a
desarrollar. Del contacto con otras organizaciones y del “fierrerismo” de
varios de sus miembros, recordaba la advertencia que tempranamente hicieron
Olmedo y Juan Pablo: “Los fierros pesan,
pero no piensan”.
No hace tantos años nos contó, en
una conversada sobremesa en su casa de Coghlan, que tenía pensado escribir un
texto cuyo inicio sería: “Siempre tuve un
inmenso respeto y cariño por la figura de Jesús”. Y es que así como mamó el
peronismo, también asumió su rabiosa piedad política. Bastaba escucharlo hablar
de quienes fueron sus compañeros de militancia, y que fueron también sus amigos
y poco menos que sus hermanos: Juan Pablo, desde luego, pero también Alberto
Camps, Carlos Olmedo, “El Negro” Quieto, “La Petisa” María Angélica Sabelli (a
quien solía recordar bajándose un paquete entero de galletitas, pero de a una y
como quien no quiere la cosa), el abogado Manuel Evequoz, Marcelo “El Monra”
Kurlat y Francisco “Paco” Urondo, a quien recordaba con una sonrisa cada vez
que rememoraba sus impecables ironías.
Con su compañera Luisa Galli pasaron
casi todas las ordalías que pueden ocurrirles a quienes se rebelan, desde el
secuestro y el tormento a la cárcel, y luego el prolongado exilio. Quienes
tuvimos la fortuna de viajar a México, los vimos enteros -más preocupados por
el exilio interno del resto de la familia que por el de ellos mismos-,
militando en la Casa Argentina de la Solidaridad, haciendo malabares entre los
trabajos y las muchísimas horas de estudio. Y alcanzamos a compartir –con ellos
y sus compañeras y compañeros de exilio- una dimensión de disfrute de la vida,
bien anclada en el sentido de las luchas compartidas.
Por muchas razones (entre ellas
ciertas cuevas represivas instaladas en el Poder Judicial), el regreso al país no
resultó sencillo. Pero la pelearon en todos los frentes y, muy de poco y no sin
comerse agrios sinsabores, lograron insertarse laboralmente. Recuerdo algunas
mesas de discusión política con amigos de juventud que tomaron otros caminos
políticos, y la manera en que por momentos sobrevolaba una velada crítica a sus
opciones pasadas: El Negro siempre trataba de llevarla por el lado amable,
hasta que no le dejaban otra chance que demoler los remanidos argumentos de una
socialdemocracia tan precaria como fugaz.
Por suerte, también hubo otros
reencuentros para nada tensos con queridas compañeras y compañeros de
militancia que, cada uno desde su lugar, sigue bregando por un país más justo.
Estos cumpas son como tías y tíos para los hijos de Luisa y Eusebio, del mismo modo
en que ambos han testimoniado para que los hijos de los compañeros caídos
puedan recuperarlos desde una dimensión cotidiana y de cercanía engarzada a su
condición de militantes. Esta foto da cuenta del encuentro con los hijos de
Alberto Camps y Rosa María Pargas, y con su amigo y compañero Juan “Tata”
Cedrón (cuando paró en la casa de los Cedrón en París, Eusebio le regaló una
libretita negra que el Tata todavía conserva, y donde tiene los nombres y
teléfonos de artistas e intelectuales franceses que eran solidarios y
denunciaban a la Dictadura Genocida).
Fue una tarde luminosa porque nos
dejó una imagen perdurable de las luchas de todos ellos para que el conjunto
del pueblo argentino recupere lo que alguna vez fue su más grande conquista: la
democratización del goce. Y así quiero recordarlo al Negro: generoso siempre
para que el más grande y dulce amor a la savia de la vida, fructifique en todas
y todos.
Carlos Semorile.