Luego de preguntarle públicamente a Cristina por su
accionar respecto a los derechos humanos, resulta curioso no ver ningún afiche
de la UCR repudiando el atroz linchamiento de un joven en Rosario. Lo diré de
un modo más ajustado a la realidad: ¿resulta curioso no ver ningún afiche de la
UCR –ni de nadie de la oposición- repudiando el atroz linchamiento de un joven rosarino?
Pues no, no esperamos un cartel ni apenas un comunicado de circunstancias de
quienes aún no dijeron ni mú sobre las decenas de muertos con las que se
despidieron de su último paso por el desgobierno. Sí, esa misma parodia de
república que dejó al país entre la disolución y la nada.
El desquicio del estado nacional afectaba a toda la
comunidad argentina que se veía desorganizada, desmembrada, desarticulada, en
fin, hecha pedazos, y que terminó emitiendo aullidos de desesperación que
expresaban tanto su hartazgo como el dolor de un cuerpo social astillado y roto.
Los desgarradores gritos de aquellas jornadas finales del festín neoliberal
eran no sólo la puteadora respuesta a las balas asesinas, sino el síntoma de
una sociedad que había perdido su fe en la palabra. No hay que ser Funes el
memorioso para recordar el hastío que producían los “discursos” políticos.
Semejante divorcio entre la realidad y los hechos era una herencia directa de
la Dictadura (cuyos cimientos fueron una sarta de mentiras que terminaron de
desmoronarse tras el “vamos ganando” de Malvinas), pero ello no absuelve de
culpas a la “democracia tutelada” que no supo, no pudo, y muchas veces no quiso
salvar el abismo entre los verbos y los hechos. No es casualidad que el postrero
presidente electo de ese ciclo haya sido apenas –y siempre que el viento
soplase a favor- un torpe balbuceante de menesterosos escritos ajenos. Quienes
lo sucedieron en el cargo también hicieron un uso vicario de la arenga pública:
uno de ellos haciendo el “como si” de la independencia económica en plena
Asamblea Legislativa, y otro de los “ungidos” retrocediendo ominosamente al
alegato represivo, y dando rienda suelta al salvaje crimen de dos jóvenes
militantes sociales.
De aquel estado de barbarie (y de aquella barbarie
para-estatal) salimos finalmente gracias a las políticas reparadoras de los
gobiernos kirchneristas. Se atendieron en primer lugar las demandas más
urgentes, y al mismo tiempo dejó de reprimirse la protesta social. Pasarán los
años y no faltarán los cientistas sociales que analicen este período de la
historia y digan, por ejemplo, que los Kirchner inauguraron un orden social
acotado dentro de los límites del sistema, etcétera, etcétera y etcétera. Pero
lo cierto es que Néstor y Cristina vinieron a terminar con casi cincuenta años
de indiferencia política y social, cifra que inclusive se queda corta pues
algunas comarcas del país argentino llevaban cien o más años dejadas a su
suerte. Si tan sólo hubiesen realizado la formidable obra de rearticular los
fragmentos dispersos de unas provincias en vías de atomización, el mérito
seguiría siendo inmenso. Pero además de ello, volvieron a articular el
entramado social a partir del trabajo, la inclusión y la integración de los
individuos a un mundo desconocido para tantos: el del derecho ciudadano en
permanente estado de expansión de sus garantías. Y, como si fuera poco, la
dignidad resultante de tales políticas se vio reforzada por la revalorización
de la palabra pública que, ahora sí, volvía por sus fueros. Después de muchas
décadas, los argentinos volvimos a tener un lenguaje político que nos expresa y
que nos permite debatir, tan apasionadamente como nos venga en gana, todos y
cada uno de los temas que hacen a nuestra vida comunitaria.
La lengua kirchnerista, permítanme darle ese nombre,
es el plus de este Peronismo del Siglo XXI. El lenguaje de nuestra conductora
política es el gran articulador de toda esa Argentina que mayormente
desconocemos -porque fuimos entrenados en esa ignorancia de pavotes y palurdos-,
y es el que logra la convergencia de voces que vienen de historias y miradas
diversas. ¿No fue de este mismo modo que emergió el primer peronismo, aunando
los hechos con las palabras de Juan y Eva? ¿No vuelven los jóvenes a juntarse
en las plazas? ¿No vuelven, alegres, las multitudes a cantar? (Los folkloristas
y afines deberían prestarle más atención al fenómeno, so peligro de seguir
confundiendo tradición con conservadurismo).
Mientras tanto, la oposición ensaya lances
peligrosos. Porque si al menos valoraran los innegables logros de esta etapa, acaso podrían argumentar y no meramente impugnar liviana e
irresponsablemente. Pero mucho me temo
que no alcanzan a distinguir una Nación de una democracia neoliberal, y están
condenados al estadío preverbal que les impide ejercer los actos de la lengua,
la escritura y el pensamiento. ¿Suena a demasía? No se crea: el diputado
Massa acaba de justificar los linchamientos pero, como dice el poeta, “las
palabras son huecas cuando los gestos que le dan sentido pertenecen al pasado”.
Por la boca de Massa habla el viejo Sarmiento, el que llamaba a no “economizar
sangre de gauchos” porque la civilización ajena le resultaba más atractiva que
la barbarie nativa.
Sépase, sin embargo, que hubo otro sanjuanino que
subvirtió el lema sarmiento y dijo que “Una forma de civilización puede
derrumbarse y se derrumba; pero la cultura no”. Con esto, Buenaventura Luna
quería decir que el verdadero dilema es entre la barbarie de los oligarcas y la
cultura del pueblo criollo. Y nosotros los peronistas debemos seguir pensando,
escribiendo y prefigurando la historia cultural argentina para que nunca más un
puñado de idiotas nos retrotraiga al estado de primitivas hordas asesinas.
Por Carlos Semorile.